Adicción y (fallas en la) transmisión psíquica entre generaciones. Cuando los ideales no se constituyen.

drogas y adiccion

José Belmont Alcibar

Hay que demarcar linderos. Existe una clínica psicoanalítica de las adicciones. Y las que no lo son. Dentro de estas últimas están:

A) Las que satanizan el consumo y le niegan su carácter de objeto a las drogas.

B) Las que consideran que una terapéutica posible de las adicciones es una suerte de maternaje.

C)Las que dentro de su marco de referencia no toman en consideración el papel del cuerpo.

Creo que es afortunado que se escuche cada vez con más frecuencia, en los diferentes espacios dedicados al psicoanálisis, que las adicciones son afecciones de índole narcisista. Esta postura teórica permite calibrar una escucha que sirva de guía hacia el núcleo de estas problemáticas, a saber, las diferentes suplencias que el objeto droga desempeña en el entramado narcisista del adicto. Propongo cuatro viñetas que intentarán ilustrar las afirmaciones anteriores sobre la relación entre adicción y narcisismo.

Chema es un hombre joven adicto a la piedra. Queda atrapado en el consumo de esta droga después de la muerte de su padre. Muere en sus brazos luego de padecer un cáncer devastador. La relación de Chema con su esposa se deteriora por su adicción y cuando logra embarazarse luego de intentarlo por años, decide abortar. La relación de Chema con la piedra es fluctuante de ambivalencia. Haces esfuerzos por alejarse, pero “regreso rendido a sus pies”. “Vaya, te encontraste con una mala mujer, a la que amas y odias”. Esta interpretación mueve la dinámica del tratamiento y crea un espacio para analizar la relación que tiene Chema con el objeto suplente llamado piedra.

Antonio es un adolescente de 17 años que tiene el horario volteado porque juega durante varias horas por la madrugada. Asiste a la escuela en calidad de zombie. Durante las noches, se suministra un cóctel de Xbox, FIFA 24, marihuana y botana para el monchis. Dos exabruptos marcan el tratamiento, ambos relacionados con el consumo de alcohol. Regresa del último herido y humillado. Yo no dejo de pensar en lo escandaloso del acto. Esta exuberancia acalla y a la vez escenifica las mentiras repetidas en la familia, que, por lo demás, son las mismas que en cualquier otra: suicidio, incesto y dinero mal habido. Genealogía llena de huecos que se obturan con el bullicio del consumo.

Marco consume una multitud de elementos químicos. Éxtasis para reconciliarse con su novia, Viagra para cumplir, phenibut para no sentirse ansioso o poder dormir y modafinil para no andar con zombie. Todas estas son sustancias que sirven de muletas para las funciones corporales, para poder habitar su cuerpo sin ningún sobresalto.

Después de la muerte sorpresiva de su madre, luego de que una arteria se hiciera polvo, Carola hace sus líneas sobre un espejo que le pertenecía a la muerta. Coca es una buena amiga que la acompaña en un trabajo de duelo imposible. Se suma al escenario fantasmático el espectro de dos abortos que, en cierto modo, la hacen permanecer encadenada a un hombre que cada vez soporta menos. Coca, por otra parte, es “jovialidad, energía, compañía y calidez” (sic px). 

Las viñetas anteriores intentan destacar algunos elementos propios de la clínica del narcisismo en el contexto de la drogadicción. A saber:

El papel del cuerpo

Considero pertinente una primera aclaración. Una cosa es el organismo, objeto de estudio de la medicina y la psiquiatría y otra es el cuerpo, objeto de estudio propio del psicoanálisis. Me permito tomar una metáfora de la autoría del doctor Octavio Chamizo: la droga le permite al adicto hacer cuerpo. Sabemos por Sigmund Freud que el yo es la proyección de una superficie[1]. Y esto permite crear la ilusión de qué Yo y cuerpo es lo mismo. Pero no es así. El cuerpo nunca será del todo aprehensible por el Yo. En las viñetas podemos escuchar cómo la sustancia suple las funciones que Yo no puede desempeñar para hacer suyo el cuerpo. Desde el placer de la ingesta del monchis hasta el consumo del Viagra se evita, justamente, que el cuerpo irrumpa y arruine los planes del drogadicto. La droga es un hilo de plata que permite al viajero cósmico no perderse en un amasijo indiferenciado de angustia que, para él, es el resumen perfecto de lo que es vivir el cuerpo sin sustancia de por medio. 

En el contexto de la clínica del narcisismo, se observan las disfunciones en la lógica de apropiación del cuerpo. En el caso particular de Carola, su piel está adornada con tatuajes, lo que representa quizá un intento de reclamar su cuerpo como propio. Siguiendo a Piera Aulagnier (2010)[2], el tatuaje busca narrar lo que el yo historiador no puede expresar. A lo largo de las sesiones, Carola manifiesta ansiedades relacionadas con el funcionamiento de su corazón. La identificación secundaria no elaborada con el otro de sus padres se vuelve evidente en su corporeidad.

La estructura del yo. 

Aulagnier (2010) sostiene que el yo no es pasivo ni innato; es un constructor historiador que nunca cesa en su labor y está destinado a investir durante toda su vida. Cada yo experimentará su propio sufrimiento ante la pérdida, el rechazo y la decepción causados por un objeto todavía investido. En el caso de Chema, el conflicto principal radica en que la imposibilidad de llevar a cabo una serie de duelos. Lo anterior lo conduce a establecer una dependencia con una sustancia que le proporciona estabilidad y que nunca le falla. Como menciona Sylvie Le Poulichet[3] en la introducción de su obra “El arte de vivir en peligro”: 

“En el corazón de experiencias de desamparo absoluto que desintegran la imagen del yo, puede gestarse, de hecho, esta inusual práctica de un arte del peligro”.

La intensa presencia de la piedra sitúa al paciente en una realidad donde trata de no alejarse del objeto para no enfrentar su ausencia. Desde nuestro primer encuentro, se establece que él es el que falla, el que no aparece, el ausente.

La (no) constitución del yo ideal/ideal del yo

Según Chamizo (2019)[4], en el ámbito de las patologías narcisistas, la constitución de ideales se ve profundamente afectada. Estos pacientes no han llegado a ser “his majesty the baby”. En otras palabras, no han sido el centro de las expectativas y esperanzas de perfección que sus padres proyectaron sobre ellos. Algo falló en esa transmisión fundamental de amor y reconocimiento. Antonio, por ejemplo, describe la boda de su prima no como un evento de celebración, sino como una mera transacción: su familia celebró un buen negocio al casar a su prima con un hombre adinerado. Sin embargo, él siente que esa aspiración está más allá de su alcance. La unión de sus padres, provenientes de contextos sociales dispares, le deja la sensación de haber llegado a este mundo como un “mal bisne” (un mal negocio). En un intento por afrontar su desasosiego, Antonio se sumerge en una borrachera en la fiesta, que culmina de manera dramática. Sin un pasado glorioso que lo respalde, no puede vislumbrar un futuro lleno de promesas. En este contexto, el ideal del yo queda completamente ausente. Aquellos que han tratado con pacientes narcisistas reconocen esa insaciable necesidad de reconocimiento, una búsqueda que nunca se satisface, que se convierte en su verdadera “droga”.

El pacto narcisista

El último elemento, que se desprende de los anteriores, es el pacto narcisista, tal como lo define Chamizo (2019). Este pacto implica la existencia de un único objeto libidinal. Al igual que Narciso, atrapado en su propia imagen, la realidad experimentada por el paciente se reduce a la discursividad de este objeto único. Este aspecto es crucial, puesto que el adicto queda atrapado en la búsqueda del reconocimiento de ese Otro que siempre se escapa de sus manos. El uso de drogas le brinda al adicto una ilusión momentánea de ser alguien más, de ser alguien valioso. Evocando la famosa línea de Lou Reed: “some one else, someone good”.

La crítica que planteo hacia las terapias basadas en un enfoque de “maternaje pegosteoso” surge de la comprensión de que la clínica de las adicciones implica un nuevo pacto narcisista. No en un sentido reparador, porque aquello que no se constituyó no lo hará nunca. Mucho menos cruza por convertirnos en objetos buenos omnipotentes que sepan que es lo mejor para el paciente. En este sentido, los regaños y el condicionamiento del tratamiento a la abstinencia no valen. Estos tipos de trabajo son nuevas formas del viejo pacto narcisista donde el otro sabe que es lo mejor para el adicto y le condiciona su amor a cambio de lo que él considera portarse bien.

Por otra parte, en este nuevo paradigma, se busca ver al adicto desde una perspectiva de futuro. “Yo te veo a futuro”. Temporalidad y constitución de referentes generacionales que hagan sentido a través de un proceso transferencial. En este sentido, las intervenciones se orientan hacia que el paciente se reconozca como deseante e incompleto. Quizás no en este momento, pero sí en un futuro próximo.


[1] Freud, S. (1923). El yo y el ello. Buenos Aires: Amorrortu.

[2] Aulagnier, P. (2010). Un intérprete en busca de sentido. Buenos Aires: Siglo XXI.

[3] Le Poulichet, S.(1988). El arte de vivir en peligro. Buenos Aires: Nueva Visión.

[4] Chamizo, O. (2019). Las sombras de Narciso. Ciudad de México: Siglo XXI Editores.

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