por Karla Zárate

Hace unos años viajé a París. Me alojé en un hotel en la rue de Lille, en Saint Germaine. Yo ya sabía que ese barrio mítico era el símbolo de las élites intelectuales; los artistas, escritores, poetas y pintores se paseaban por las plazas y jardines, se sentaban por horas en las cafeterías para arreglar el mundo, fantasear, crear, discutir las ideas existencialistas del momento. ¿Cuántos besos se habrán dado Sartre y de Beauvoir en El Café de Flore? ¿A quién le cerró el ojo Bataille? 

Era el primer viaje que hacía sola y me sentía feliz, pero extraña, tal vez un poco asustada. Además, tendría que recordar la gramática francesa que me enseñaron en la escuela y que nunca volví a practicar. Je suis, tu es, il est, nous sommes… Moi. 

El edificio tenía cuatro pisos con modestas habitaciones y minúsculos elevadores donde apenas cabía, las maletas subirían después. Las paredes estaban decoradas con fotografías en blanco y negro de arquitectura clásica y paisajes de la campiña. Después de instalarme, abrí la ventana, respiré hondo y revisé el mapa de turistas que me habían dado en la recepción. Las cartografías me parecen muy difíciles de leer, apenas pude descifrar que el jardín de las Tullerías se encontraba a un lado, el museo D´Orsay de otro, el Rodin a unas cuantas cuadras, el río Sena en paralelo, varias librerías. Por eso, yo suelo cargar con una brújula para no perder el norte, no sólo en los viajes sino en la vida, y es que me la paso desorientada. La llevo en el bolsillo derecho del pantalón o falda, como si fuera un objeto transicional que sostengo con fuerza cuando recorro ciudades nuevas o transito por sentimientos que tampoco conozco. Es pequeña, me cabe en la palma de la mano, es de metal, como cualquier otra. Y hace que no me sienta tan extraviada.

Era muy temprano, me di un baño para ahuyentar el jet lag y salí a dar un largo paseo. Por la tarde, sedienta y hambrienta, me detuve en una brasserie a beber vino y a comer croissants, imaginando que Boris Vian jugaba con la espuma del champagne de los días sentado a la mesa de al lado. Antes de que oscureciera decidí volver. Al meter la mano al bolsillo, mi brújula no estaba. Tal vez se me cayó o me la robaron. No la recuperé. ¿Acto fallido? No lo sé, pero me llevó a uno de los destinos más interesantes e inesperados de ese viaje: el consultorio de Jacques Lacan. Con poca luz, el instinto y la memoria regresé, y fue una caminata extraordinaria. Más consciente de mi alrededor, observé todo con atención, los espacios, las esquinas, las fachadas, las columnas, y fueron ellos quienes me guiaron hasta mi destino. Pocos metros antes de llegar a donde me hospedaba, me detuve, no sé por qué, frente a una puerta color verde. Dicen que las cosas, aunque no las busques, te encuentran. Miré hacia arriba y sobre la pared había una placa que rezaba lo siguiente:

Jacques Lacan (1901-1981) pratiqua ici la psychoanalyse de 1941 à sa mort.

No hallé ningún timbre o picaporte, y me puse a golpear con los nudillos, casi frenéticamente, porque tuve la urgencia de conocer por dentro el consultorio. No podía dejar pasar la oportunidad. Salió una señora mayor con el ceño fruncido y muy molesta. Con mi rudimentario francés logré explicarle que quería entrar, a lo que de inmediato se negó. Le hice varias ofertas: darle dinero, mi pasaporte, mis tenis deportivos o mi reloj, con tal de que me permitiera el acceso. No pude convencerla y se metió más enojada de lo que ya estaba. ¿Qué hacer con mi frustración? Tomar una fotografía ayudó a capturar la imagen de mi deseo no cumplido. Tiempo después quise ver la imagen y me fijé en la fecha en la que fue capturada: un 13 de abril, un día como hoy, cumpleaños de Lacan. 

No me fue posible entrar al consultorio en la rue De Lille, conocer los muebles, los cuadros, no pude recostarme en el diván. No pude experimentar lo que sus pacientes sentían al posarse por horas en las sillas de la sala de espera. Todo quedó en lo imaginario y la falta me genera ganas de volver e intentarlo de nuevo. Quizás a la siguiente pueda ofrecerle mi alma a la malhumorada anciana.

Ese viaje fue especial: aprendí que no necesito una brújula o una aguja imantada para orientarme. La vida termina llevándonos a donde quiere, a veces hacia lo desconocido. Aún perdida, sin Norte y sin Sur, sin mapas ni rumbo, sigo tratando de encontrar mi lugar a través de la escritura y de las historias que quiero contar. Al fin y al cabo, diría Monsieur Lacan, “la verdad sólo puede ser explicada en términos de ficción.”